Comer junto a `es Verro´, tomar café en el Passeig de ses Fonts, entre trabajadores agobiados y `guiris´, y apuntarse al crucero de es Vedrà, muy ameno gracias a las explicaciones del capitán Pep Ribas, son sólo algunas de las actividades que ofrece Sant Antoni durante el día.
Hay una Costa de los Mosquitos, en la Nicaragua caribeña, donde todavía habitan indios de pequeña estatura y piel oscura, descendientes de los esclavos africanos que se mezclaron con las tribus autóctonas. Y, en Galicia, también puede visitarse la inquietante Costa da Morte, desplegada entre A Coruña y el cabo de Fisterra, el extremo más occidental de Europa, zona de grandes arenales y percebeiros que se la juegan para alegrar el estómago de los aficionados a las marisquerías. Asimismo, los aborígenes de la ínsula conocida como Ibiza en las ferias de promoción turística disponemos de una especie de Costa de los Horrores, fundamentalmente urbanísticos, que se extiende por buena parte, casi la totalidad, de nuestro esquilmado litoral. El verano va llegando a su fin, menos mal, y no iba a desperdiciar la ocasión de visitar el Parque Natural de es Vedrà, es Vedranell y los islotes de Poniente a bordo de una de las embarcaciones que zarpan a diario de la bahía de Portmany. Ahora o nunca, pensé, y ni corto ni perezoso me subí el jueves al `Capitán Nemo´, pletórico de moral y cargado de esperanzas.
Una reflexión a modo de paréntesis. La otra noche, dando más vueltas que una peonza por el Far West End, me quedé con las ganas de contemplar la cara oculta de Sant Antoni, la que exhibe a la luz cegadora de sol, antes de que el Astro Rey haga mutis hasta la mañana siguiente en ses Variades, un espectáculo del que han sabido obtener pingües beneficios los restaurantes y los bares de tan frecuentada zona. Esta localidad existe también en horario diurno y, al igual que Teruel, figura en los mapas para vencer las reticencias de los incrédulos. Dejaros de chorradas, hombres de poca fe. Sí, de verdad, lo prometo, lo vi con mis propios ojos. Ahí está, sin Puerta de Alcalá, pero con el Huevo de Colón, el monumento a es Verro y una bella iglesia parroquial de blancas paredes y gruesos muros.
Mientras aguardo el instante de la salida de la susodicha nave, me doy otro garbeo, esta vez bajo rayos inclementes, convencido de la necesidad de aportar pruebas de la realidad material del ente denominado Sant Antoni, versión catalana del San Antonio que esgrimen los forasteros que se atreven a saciar su sed en este enorme saloon a cielo abierto. Recorro el Passeig de ses Fonts, centro neurálgico de este pintoresco pueblo, desde la escultura que rinde homenaje al Descubridor de América hasta el espigón. Bonita ruta, que incluye además el templo de culto cristiano. Tras la enriquecedora caminata, y para recuperar fuerzas, almuerzo en Can Germà, uno de los heroicos establecimientos que aún resisten los envites del fast food y los comederos de diseño. «Aparecemos en guías alemanas, así que tenemos bastantes clientes de esta nacionalidad, a quienes les gusta nuestro menú sencillo y económico. Sin embargo, trabajamos sobre todo con residentes pues no cerramos en invierno», explica Josep Ramón Prats, uno de los dueños del negocio.
Examino la carta en un pispás y me decanto por una solución intermedia, claro exponente de la cocina de fusión tan característica de la época actual. De primero, pido ensalada payesa y, de plato fuerte, hamburguesa, huevos fritos y patatas de guarnición. A llegar al postre, vuelvo a mis raíces y elijo greixonera, elaborada a la usanza tradicional, sin las mariconadas de la contemporaneidad. Riego esta abundante, incluso sabrosa, pitanza con vino, peleoncillo vale decir, y gaseosa de la marca La Casera, ese líquido cuya ausencia hace huir despavorida a la gente. «¿Cómo marcha la presente temporada? Fatal. Si se salva el verano, será debido a los peninsulares, no gracias a los extranjeros», lamenta el restaurador. Abandono las instalaciones de Can Germà sintiendo un nudo en la garganta. No somos nadie, sentencio cabizbajo.
Después de la ingesta, sigo ocioso. De nuevo en el Passeig de ses Fonts, acudo a tomar café a Sa Clau, otra emblemática dirección sanantoniense, y ventilo en un santiamén prensa de acá, allá y acullá. Me refugio entre las páginas de Diario de Ibiza, Daily Mirror y El Mundo, rotativo donde publica una columna de opinión Jorge Montojo, adalid del españolismo de caspa, chico de verbo florido, amante de los puros habanos y entregado en cuerpo y alma, como yo, a los placeres mundanos. Sé que me lees, colega, bébete una a mi salud. No esperaremos a morirnos para disfrutar del paraíso.
Aquella aldea de pescadores
Al bajar de las nubes, reclamo la atención de la camarera que me sirvió con diligencia. Se llama Leila, prefiere mantener su apellido en el anonimato y afirma venir de Bilbao, pese a que las exóticas facciones de su rostro delatan unos orígenes familiares ubicados en el norte de África, no demasiado lejos de Formentera. Le pregunto cómo soporta la faena y suelta a bote pronto: «Con felicidad». Apoyo la moción de la muchacha y, sin despedirme, accedo al exterior del recinto por la vía más rápida. Me embarga la impaciencia y mi desasosiego crece, crece y crece, como las tetas de la Obregón.
Piso el muelle con garbo. Una mujer vivaracha y de rasgos dulces se asoma sonriente. Se trata de Diana Milena Barrero y, aunque cueste aceptarlo, no protagoniza ningún culebrón venezolano. De hecho, procede de Neiva (Colombia). Ejerce el honroso oficio de despachar billetes de los ferries de Cala Bassa y, durante su tiempo de asueto, integra el grupo de danzas folclóricas de Lita Escobar. «He realizado todas y cada una de las excursiones que ofrecemos y, desde luego, me inclino por la de Formentera, algo diferente. Posee arena fina y aguas cristalinas. Su gente resulta amable, cariñosa y servicial. Los ibicencos son muy rumberos», asegura la morena. Ahorrará «plata» para adquirir una casa en su país. Lógico.
Partimos, al fin. Las olas zarandean el barco ante el entusiasmo de los guiris, ajenos entonces al azote del mareo. Por el módico precio de 18 castañas, el crucero de la sociedad anónima Nautilus Ibiza invita a los pasajeros a efectuar una instructiva travesía de alrededor de tres horas de duración entre Sant Antoni y Cala d´Hort, poniendo especial énfasis en el farallón de es Vedrà, la indiscutible joya de la corona del sudoeste pitiuso. A distancia prudencial, se observan Cala Bassa, las playas de Comte, Cala Molí, Cala Vedella y Cala Carbó. El itinerario, muy completo, incluye además las proximidades de los islotes Bosc, sa Conillera, s´Espartar, el pequeño archipiélago de ses Bledes y, por supuesto, es Vedranell. Toda una lección de geografía. Ase el timón Pep Ribas, quien imparte una clase magistral en castellano de fuerte acento catalán y excelente traducción a la lengua de Shakespeare. Sus apabullantes conocimientos del entorno y su profusa documentación lo convierten en una enciclopedia andante, un sabio vestido de lobo de mar.
Cuentos fantásticos
Ribas, el experimentado capitán, recita de carrerilla las maravillas del periplo. Señala la mansión de la modelo y actriz australiana Elle McPherson (Comte). Recuerda al beato leridano Francesc Palau y habla de la fauna de es Vedrà, citando lagartijas, cormoranes, gaviotas, cabras y esos halcones emigrados de Madagascar y Sudáfrica. Desempolva la película `Encuentros en la tercera fase´, de Steven Spielberg, quien se inspiró precisamente en este famoso picacho mediterráneo, de casi cuatrocientos metros de altura y 71 hectáreas de superficie. Tiene la cortesía de pinchar el tema `Voyager´, un clásico de Mike Oldfield que viene como anillo al dedo. Menciona la leyenda de Ulises y las sirenas, aquellos seres mitológicos cuyos cantos embrujaban a los marinos y los arrastraban a su perdición. Trago saliva. Hace referencia a no sé qué de energía y fuerzas magnéticas. Deploro que nuestro gobernante no se cebe en mandangas de hadas, duendes, bases de ovnis y fenómenos paranormales. Hoy no debía tocar esta asignatura.
Frente a Cala d´Hort, algunos expedicionarios se echan al mar para atrapar las botellas de cava lanzadas desde cubierta. El italiano Marco Brusorio rescata dos recipientes de vino espumoso, qué tío superdotado. Su pareja, la peruana Cristine Andía, irradia optimismo: «La naturaleza de tu isla se parece a la de Cerdeña. Y Riccione, en la costa adriática, imita a los ibicencos en cuanto a ambiente nocturno y sitios de ocio». Pobres. «Nosotros hemos dejado un poco al margen las discotecas para centrarnos en los paisajes y otros alicientes diurnos», añade esta joven agente inmobiliaria. De retorno, el `Capitán Nemo´ se recrea en los efectos más patentes de la especulación del suelo y los mamotretos de cemento surgidos a lo largo de las últimas décadas. Atisbo unas edificaciones de estilo morisco y yo, siempre concienciado, evoco la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.
Fuente de la noticia: Diario de Ibiza.
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